Vivo en la fantasía de los días, vivo instantes longevos de resuelta y sola alegría. Vivo tras un abismo profundo, estúpido y casi loco. Vivo feliz entre esta inútil armada que se nutre de furtivas noches y torpes días. Vivo con mi sangre a flor de piel. Vivo cautivo de esta inexplicable y humana fe que me atrapa, vivo de noche, de día. La vida es alarma. Fatigado en la espera del tiempo vivo fuerte, vivo en ocasiones estepario, vivo nocturno… vivo. Yo me agarro a mí mismo y me digo que estoy vivo. La vida es olvido. Es un continuo. No es pasado, no es ahora, ni futuro: es continuo olvido. Porque en el presente se vive el pasado y se construye un futuro que inmediatamente vuelve a ser olvido. Vivo y olvido. Olvido y vivo. Una ruptura inútil. Un enlace ineludible. Eso es todo. Estoy vivo. He de callar para demostrar esta estancia insonora, esta calma, esta fugacidad, esta luna, este mar. Este lejos de aquí, casi sin vida, sin gravidez. En eso consiste la vida, en eso el olvido. La memoria no es memoria. La memoria es vida y olvido. Porque el olvido está en alguna parte, resguardado en un parapeto de la vida cuyo nombre es memoria. La memoria es olvido. Y así vivo regodeado de un grupo cíclico y vital enorme que me atrapa e, inevitablemente, me consume mientras vivo. Entre luces y farsas, entre sábanas de lluvia yo vivo. Entre amores fugaces y eternos, entre eternidades probablemente falaces yo vivo carne de vida eterna e inesperada, carne fugitiva en la que inexorablemente vivo. Sí, creo que sí. Creo que, a pesar de todo, estoy vivo.