Las imágenes que aparecen en los sueños se empeñan en recorrer de cuando en cuando los mismos lugares. Aquellos lugares conocidos pero olvidados que se llenan de una aureola casi mágica, que se deforman abigarrados como sabiendo que son ellos, pero no queriendo parecerlo, para aparecer y escapar a un tiempo mientras se impregnan de grandes dosis de fantasía oculta y revelada en ese estado donde la vida es una segunda parte que nos espera en el lecho.
Salgo despedido de una escena cuya protagonista es una vía entrañablemente antigua, demoledoramente extraña y conocida, para aparecer repentinamente frente a la ventana enmarcada de verde y ver detrás una figura que me mira sonriente mientras dobla la ropa. Entro en la casa y subo las escaleras. A la derecha mi dormitorio. Me tumbo en la cama y duermo y aparezco en las cercanías enganchado de X, que me lleva cogido por el hombro mientras recorremos convencidos el sendero de tierra que bordea los patios. Despierto en otro lugar y siento la presencia de la mujer en la otra habitación. Respira profundamente, tranquila y segura. Y salgo otra vez despedido, esta vez al volante, atravesando largas rectas, dejando atrás sinuosos cruces y entrando finalmente en el callejón. Hay mucha gente y me abro paso, incluso apartando a puntapiés sillas y banquetas. Doblo la esquina y entro sin pensarlo en el tugurio, que son varios tugurios a la vez, hasta que subo por uno de ellos buscando un lugar donde aliviar mi sed, tras la mirada cómplice del tabernero. Entonces, sin haberlos visto antes, me interceptan y me saludan a empellones varios conocidos que se alegran de comprobar que estoy allí. De saber que he vuelto.