Vivo en mis carnes los momentos más desconcertantes y abrumadores de mi trayectoria educativa. Vivo en la educación secundaria obligatoria. Vivo en la debacle, en el estupor, en el aletargamiento y en el desasosiego. Vivo en medio de la impunidad, de la incertidumbre, de la ignorancia y del agotamiento. Vivo entre la escoria. Vivo con la ilusoria felicidad de instantes desperdigados y la sonrisa fácil, entre la estulticia y la tristeza, entre el fragor de la batalla y la densa calma de los idiotas. Vivo apesadumbrado, esclavizado, atado de pies y manos, preso y aniquilado. Vivo marioneta de mis queridos discípulos. Vivo títere de mi respetada normativa. Vivo en la oscuridad, en la mentira, en la pública alarma insonora del olvido. Vivo en una tumba inhóspitamente abierta, en un recinto inútilmente vallado, en un parapeto de cartón piedra, en un frenesí ingrato de competencias. Vivo en la abulia, en la pereza, en la desgana, en la desidia, en el desinterés, en el abandono, en la negligencia, en la holgazanería. Vivo en la perplejidad, en la ceguera, en el asombro, en el ofuscamiento, en el desconcierto, en la obcecación. Vivo en la crueldad indisciplinada de mis tiernos infantes, en el regreso a la agresión y a la opresión, en este caso, del espíritu, del alma. Vivo el abrazo sutil, enmascarado e infame de la legislación. Vivo la hostilidad rutinaria, refleja, automática e inconsciente de la juventud. Vivo en la exposición del desarmado. Vivo en las afueras de la academia, en la periferia del conocimiento, en la profundidad de lo ignoto. Vivo en la muerte de la educación. Vivo en la muerte de la vida.