En aquellos tiempos remotos todo lo recuerdo de color gris, de ángulos rectos, de estiramientos hacia el cielo, de frío y de grandiosidad. Desoladores bloques de hormigón que, como gigantes de otro etéreo y simétrico mundo, surgían en aquella imprevisible colina. Rugía el viento por los diáfanos pasadizos, resbalaba por las esquinas y silbaba entre las ranuras. Con apenas catorce años, ya lejos del regazo materno, descubría el mundo, a los demás y, sobre todo, a mí mismo. Compartía, con otros tres compañeros nativos, un reducto de dos literas, cuatro mesas, cuatro sillas y cuatro armarios. Un parapeto más de otros veintitrés exactamente iguales, elementos de un pabellón dividido por un tabique en dos pasillos. Seis pabellones repartidos en seis pisos, de los cuales era el sexto aquel en el que yo vivía. En la planta baja había despachos, una sala multitarea larga y ancha y algún que otro desangelado, frío y hasta casi aterrador espacio con mesas y sillas.