Fuimos un viernes tarde a la casa del jefe de residencias. Allí donde algunas noches pernoctaba casi por obligación. Hacía curva la vivienda, cerca de la capilla. En fin, la cosa es que le pedimos la llave de uno de los gimnasios para entrar por la noche, después de cenar. Pasaron semanas hasta el atrevimiento. No recuerdo exactamente cómo fue. Al final ocurrió. Nosotros éramos internos. Nosotros éramos distintos. Y sucedió. Nos dejaron una llave. Yo era el responsable de abrir y de cerrar (seguramente porque fui responsable de otros cubículos de los cuales algún día hablaré). Responsable de que únicamente jugaríamos a fútbol sala. Nada más. Y así fue. Fabuloso. Las gradas estaban vacías aquel viernes de finales de noviembre aproximadamente a las ocho y media de la tarde, más bien noche (ya habíamos cenado, por supuesto; frugalmente además…) Y dimos rienda suelta a nuestra adicción. Reyes por un lapso. Los viernes y sábados por la noche (el domingo no se permitía tal extravío). Partido en el gimnasio. Un gimnasio cubierto. De primera categoría. Auténtico. Si ya lo era de día, lo era más de noche… Además ¡estábamos solos! ¿Confiaban en nosotros…? Sí, por fin confiaban en nosotros. Y nos rompíamos, a muerte, nos desgastábamos. Batalla de placer con el balón en un recinto cubierto, paradigma de algún que otro sueño. El segundo fin de semana lo hicimos con música. Bastaba un radiocasete estéreo. Y alguien lo llevó y lo instaló en lo alto de la grada. ¡Cómo sonaba! Y jugábamos. Un gran fútbol sala jugábamos. Era nuestra historia. Volvíamos entre sudores a la residencia, tocando la luna. Alguien se encargaba de la alargadera, de recoger cables. Me costaba cerrar la puerta del gimnasio. No se veía apenas. Volvíamos henchidos de placer y dormíamos felices en nuestras antiguas literas. Felices hasta que fuera lunes.