Te me viniste en lo más hondo. Donde se depuraba el agua a través de sus filtros naturales. En un reciclar de hierbas y de musgo depositaste tus manos. Todo pareció pertenecerme sin apenas sentirlo. El cielo se tumbó ante mi mirada de animal puro. Aquí se olvidaban las palabras y se destapaban los instintos como en el más hostil lugar de la historia. Todo lo que hasta entonces fluía de mí se tornó en un placentero ahogo de corazón. Algo de indescriptible ansiedad vagaba por mi ser. Empecé a divulgarme como un árbol, sin hablar; observaba las cosas durante largo rato, sobre todo los insectos y las flores y te sentía dentro de mí. Nada era necesario y sin embargo veía la esencia del universo, sólo porque habías llegado. Podías alejarte, perderte, pero nunca te ibas a apagar. En este estado permanecí durante semanas, regocijándome de mi solo divagar entre las mayorías. Observándome a veces o paseando por los acordonados surcos del atardecer, sin aspiración. Hasta que, en una de mis dispersiones, donde el pueblo era un hálito y solo me rodeaba campo y antigüedad, oí una voz desde una perdida casería. Allí me apresuré como si un poco de mi vida dependiera de ello, magnetizado por ese medio suspiro, no sabía ya si real. Sentía, a medida que me acercaba, una especie de flaqueza, de dolor y a la vez un abismal deseo de traspasar límites y entrar en lo desconocido. La soledad del lugar me entristeció. Aquellas paredes de piedra, el nogal de carcomido tronco, el chispeante suelo de hojas secas, lograban concentrar mis sentidos. Entré en el interior y me embriagó el olor a polvo y años. Había una mesa, una silla rota y un marco viejo sin retrato alguno. Despacio recorrí las dependencias absorto, atraído por una infantil sensación de aventura. Luego desapareció ese afán y me senté en una butaca que había frente a la chimenea, junto a una cocina de carbón entre palos y aperos de labranza. Permanecí un rato olvidado entre pensamientos difusos, mientras un ardor punzante me engullía el estómago. Alguien abrió la puerta y entró. No me moví, seguí en mi posición de vivo letargo como si lo que tuviera que suceder no me concerniera en absoluto. Unos brazos de mujer me rodearon el cuello y una melena traspasó mi semblante húmedo. Acarició mi cabeza con sus mejillas y mi pecho con sus manos, lentamente. Luego se volvió y se sentó sobre mis piernas. Pude ver sus ojos oscuros como su pelo, su pequeña nariz persiguiendo su boca, toda su faz entera. Radiaba belleza y hermosura. Me sorprendió en exceso su arrolladora mirada de estrella doliente. Me besó en los labios y llevado por una fuerza inexplicable me adherí fuertemente a ella, traspasado por sus encantos…