Apunta. Pasan diez, doce, quince segundos. No dispara. Baja el arma y a continuación llora amargamente. Su objetivo se diluye entre las sombras de la noche. Ya sólo queda la neblina amarillenta de aquellas sempiternas y tristes farolas. Tragándose sus propias maldiciones arranca el cuatro por cuatro. Mira hacia delante durante otros diez, doce, quince segundos. No ve nada, no piensa en nada, no pestañea. Pero sabe, entiende, asimila en décimas de segundo el torrente de acontecimientos pasados y presentes. Además, un fogonazo resume todo su futuro. Agita la cabeza, pone primera, baja el freno de mano y sale de allí. Tras varios kilómetros por la carretera comarcal que lleva al cruce con la nacional se detiene en el aparcamiento de la venta. Pide un cacharro, intercambia un par de palabras con el camarero y va a mear. Bebe un par de copas más y deshace el camino que hizo. Cuando llega a casa son las doce en punto. La luz del dormitorio está encendida, lo estaba desde hacía unas horas, desde que emprendió su pequeña aventura. Pone la radio, se tumba y se duerme al instante, con la ropa puesta. Cae en un sueño tranquilo, en calma, en el que permanece varias horas. Tantas hasta que el sol está bien alto y la luz entra filtrándose por las cortinas de gasa, a través de los ventanales, cuyas persianas no se habían cerrado la noche anterior.