Y ahora el silencio. O al menos el susurro que lo enmascara en turbias oquedades. O el silencio que gravita puro, sublime atmósfera terapéutica. O el de las neuróticas lágrimas que lo humedecen a gritos. O el silencio aterrador del miedo que paraliza en muecas indescriptibles. O el de los abrazos nocturnos de las parejas que dormitan bajo la arenosa luna estival. O el de los vastos campos cubiertos de nieve. O el silencio de las cumbres alcanzables sólo por espíritus libres. O el silencio alegre y cómplice, simplemente, de una sonrisa. O el del espacio sideral que fluye en su línea del tiempo hacia mundos infinitos e inexplicables. O el de la oración con uno mismo que se habla en las vísceras mediante plegarias y antífonas. Yo fui innumerables veces tachado de liderar un poder intolerante, irracional e inhumano alrededor del cual se conformaba un silencio cómplice. Yo fui marcado por estigmas producto del pensamiento único e inapelable, de la posesión de la verdad absoluta e irrevocable que algunos, ineludiblemente, parecen tener. Yo fui protagonista de siniestros, perversos e infames artículos, denuncias y comunicados, fruto de una pertinaz manía persecutoria. Yo sentí el odio rezumar pululando por las esquinas. Consternado, decliné y entregué mi trabajo y mi esfuerzo después de vivir con las sombras del martirio, de la soledad y de los muchos silencios en los que me imbuía, producto de esas obstinadas y pesadas mazas que removían mis neuronas. Y yo salí hacia el silencio de la liberación y de la alegría para ver, paradójicamente, más silencio. El silencio de los pactos y de las mediaciones. De los efugios y subterfugios. El silencio de las evasivas. De los objetivos cumplidos, de los caprichos, de las pueriles revelaciones y de las porfiadas exigencias. El silencio de los ombligos. Yo, de momento y en silencio, iré otra vez a descubrir el mundo.