Escucha: después de mirarte tras la columna cometí el crimen. Me encarcelaron tras tu pecho. La verdad es que era difícil respirar entre tus arterias, desenvolverse entre tanto hueso, tanto nervio. Deporté lo que me quedaba de ser y empecé a naufragar, siempre con la seguridad de tu latido rondando. Veía una cumbre, un camino; veía un animal prehistórico, un número real, una vela… Pero nunca pude escapar a tus piernas. Hace calor aquí dentro: tanta sangre, tanto alvéolo; sólo puedo pensar en ti. A pesar de todo no te veo. Estás ahí afuera, pisando. El sol llevó entonces en sus manos un regalo y el día estalló sobre la casa. Un auto esperaba a la puerta. Cuando subiste pensaste si no sería mejor ir a pie. Desperté, era hora de trabajar. Sí, era mejor caminar. Al fondo apareció una curva pletórica de inconsciencia. Me sentí incómodo. Cuando entró el profesor masticando chicle descubrí la ilógica del universo. Apunté mecánicamente sin cesar de maquinar: por un momento me olvidé de mí. La ciudad reventaba robótica. Alguien dijo “perdone”, mientras alguien miraba por la ventana del comedor. Más tarde vendría la lucha.