Tras el promontorio no está el mar. Hay otro estrecho valle y detrás otro promontorio. El mar no llega nunca. Llegan, perdidas, ligeras gotas de espuma, último eslabón de alguna errática ola que cabalgó por el aire y se instaló en las nubes, llorosa y nostálgica de sus aguas verdes, de su piélago infinito. Una larga cadena de arrecifes espera, además, antes del mar. Vetustos acantilados, inhóspitos, bellos farallones, caprichos de una erosión antigua, tan antigua como el propio e inaccesible mar. Me lanzo otra vez desde tierra adentro para atacar, volviendo desde el principio, interminables desiertos, recónditas selvas, dilatadas sabanas, profundos cañones, oscuros desfiladeros. Llego al final y tras el promontorio no está el mar.